Rafael García Rosquellas, Semanario Charcas. Sucre, 15 de abril de 1952
Si Walter Solon Romero tiene una vez mas la oportunidad de realizar su jocunda obra de arte en los frescos que el Rectorado de la Universidad de Chuquisaca, le ha pedido pintar para glorioso realce del gran Salón de Honor destinado a exposiciones de este género de actividades así como a las reuniones ordinarias del supremo Consejo Directivo de la Universidad, nosotros todos los de adentro y los de fuera, los de hoy y los de mañana, el pueblo, en suma, hacia el cual quiere la Universidad llevar su tarea del espíritu, nosotros tenemos también un motivo más, y permanente, de gozosa y admirativa contemplación. Estos segundos frescos de Solon Romero nos renuevan dos momentos de singularísima significación en la gesta libertaria de esta parte de América, gesta tan unida a la historia de la propia Universidad.

Se trata de dos conjuntos: el primero ocupa el muro de la testera del Salón, y él Mariano Moreno se despide de Monteagudo y Zudañez para salir a predicar, infatigable y resuelto a todo, su credo de libertad, que es hoy el nuestro, con la misma fe suya, en todos los rincones de América, en todas las ciudades y en todas las aldeas. Frente a frente, y en el muro del fondo, Solon Romero nos brinda una versión original por la novedad del tema, moderna por el pensamiento estético, de la muerte de Manuel Rodríguez de Quiroga, chuquisaqueño ilustre y excelsa figura de las luchas de la Independencia que Guillermo Francovich ha destacado en su obra EL PENSAMIENTO UNIVERSITARIO DE CHARCAS rectificando, con inequívoca documentación, errores históricos sostenidos por importantes historiógrafos que habían considerado siempre a Rodríguez de Quiroga como peruano.
El asunto de la obra elegida por el artista como tema central es la muerte del prócer. Rodríguez de Quiroga aparece en primer plano, y en el centro, enfrentando impasible las bayonetas de los sayones que a nombre del Presidente de Quito conde Ruiz de Castilla debían darle muerte como represalia por los incidentes del 2 de agosto de 1810, fecha en que el pueblo de Quito se amotinó contra las tropas peruanas que habían acudido a esa capital para sostener el tambaleante régimen monárquico colonial.
Todo eso es el contenido histórico, el memorial de grandes hechos que Solón Romero ha utilizado, pero, con ser ese contenido tan hondamente significativo, no llena todo lo expresado por la emoción contemporánea y la renovada fantasía creadora del artista.
Dificultades serias han sido para él las emergentes de la arquitectura de Salón, pero dificultades de las que ha sabido sacar provecho para expresar en conjuntos de intenso dramatismo, su emoción social. El muchacho que, moribundo en brazos de su madre, entrega el arma a un compañero de pelea; el niño escuálido en visión casi macabra; los explotados de la mina que extraen, inagotables y febriles, el mineral de plata y antimonio; la vida del espíritu revolucionario frente a la violencia del conquistador en un cúmulo de libros que aparecen acuchillados por las bayonetas del odio a las libertades fundamentales, todo eso, y mucho más, está hablado en estos frescos del gran artista.
El arte de Solon Romero se nos presenta, así, como una tesis ético-política transida de socialismo. No es, pues, forma pura y cerrada en el arte por el arte, sino alegato de fraternidad humana y de rebelión contra todas las injusticias a la vez que férvido homenaje a los epónimos de la Independencia.
La estética de Solon Romero es por tanto estética al servicio de un ideal social, no tan solo por los gestos descritos, sino además por estos otros ingredientes de su creación; el indigenismo de sus personajes y la representación directa e inequívoca, al alcance del hombre del pueblo. Por eso mismo, su obra está concebida en función no tanto de la arquitectura del Salón como, más bien, del espectador. Sus figuras son las mismas, de donde se las mire y no exigen esfuerzo alguno de interpretación, salvo en la simbólica exageración de ciertos detalles como aquel de las musculosas y varoniles piernas del niño severo y triste que aparece en Moreno como sacando la ruda cabeza del fondo de un saco de aluminio.
En suma, que Solón Romero ha triunfado aquí una vez más, y nos deja, para nosotros y las generaciones del futuro, una sinfonía de colores repleta de anatemas y gritos de victoria que reúne, dentro de un sólo momento estético, dos horas de la historia de América y el mundo separados por siglo y medio de difícil y áspera convivencia; la hora de los padres de las naciones americanas y la presente hora de las luchas sociales por un mundo mejor.
Título original: Los últimos frescos de Solón Romero